domingo, 30 de agosto de 2009

Tormenta

Esta noche, viene la tormenta.

Las tormentas son ciegas, por eso las amo.
Son auténticas, no las contamina ni un ápice de mentira. Caóticas y arrasadoras, barren con el polvo y las hojas, sin complicaciones ni culpa por ser, sin máscaras. No son lindas o feas, son tormentas.

Los adultos olvidaron el temor a ellas, y ya no las respetan como cuando niños. Han creído que eso era volverse grandes, que la naturaleza es eso que está fuera para dar alimentos, y ser estudiada por algunos científicos. Han olvidado cuánto se aprende de la naturaleza, cuanta paz y renovación viene de ella.

Es solo la tormenta, dicen entonces a sus hijos, y enredados en sus mentiras cotidianas sufren, en vez de disfrutar algo tan simple y vital como una tormenta.

La tormenta sopla con fuerza, pero no logra hacerles ver nada.

Los adultos están convencidos de que sus males son siempre otros, siempre complicados y en la angustia por encontrarles una razón, pierden la cabeza.

Los niños, mientras, observan la tormenta con una mezcla de fascinación y de miedo. Las narices frias contra la ventana, las ráfagas de azul y agua fuera, golpeando árboles y baldozas. El cielo rie y llora, y estalla en caprichosas carcajadas. Relámpagos y truenos, y el viento furioso y felíz.

Los adultos temen a todo. Mucho más que ningún niño. Temen tanto y respetan tan poco. Los niños temen a unas pocas cosas. Y sus miedos, para los adultos, son siempre infantiles.

Lo simple, lo inocente, es tratado con ironía o cinismo. Se acusa de cursilería.

Lo dulce, lo desinteresado debe ser falso o debe ser engaño o tantas cosas.

La tormenta ciega y los adultos ciegos, golpeando y golpeándose.
Pero a la tormenta, nunca le fue concedida la posibilidad de ver.