viernes, 9 de octubre de 2009

Luz artificial

Desde siempre, la luz artificial me causó un no se qué de peso. Algo en la luz artificial pesa en mi espiritu. La luz amarilla, débil, pareciera enferma comparada con el sol pleno. Por eso siempre que estaba en mi habitación y fuera oscurecía progresivamente, aguantaba sin prender la luz, incluso si estaba leyendo o dibujando. Y en la penumbra, sentía. Ahora me doy cuenta. En la penumbra, suelo sentir con mayor intensidad. Mi cuerpo, los olores, el viento fresco. El azul que se va intensificando fuera. El amarillo que habrá dentro una vez que prenda la luz, el amarillo que resisto.

Y ahí, en esa penumbra, en esa oscuridad dentro y ese azul fuera, con la ventana abierta, estoy más que nunca en mi y al mismo tiempo, mi imaginación se debate como un animal salvaje y desconocido.

El viento se levanta, y alguna hoja vuela dentro de mi cuarto. Mi cabello se alborota con cada ráfaga que entra abrupta, y mis pupilas forman dos abismos negros para ver entre tanta oscuridad.

Casi como una pequeña bruja, empiezo a sonreir. Pienso que la vida es magnífica y casi sollozo de alegría. Lo que de mujer hay en mi se enerva y adopta reflejos felinos. Lo que en mi hay de niña corre con el viento e imagina pajaros que hablan, historias inocentes y crédulas. Lo que en mi hay de hombre siente la fuerza vital correr por todo mi cuerpo vivo. Tan vivo.

Estoy tan viva.

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